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  • Longevidad Humana (Parte 1)
  • 3/09/2023
  • Desde Laboratorio Proyar queremos compartir con ustedes la 1º parte de un articulo exclusivo para nuestros clientes, redactado por el Dr. Jorge Alonso. Médico, MN 67.640, Director del posgrado de Fitomedicina de la U.B.A. y Presidente de la Sociedad Latinoamericana de Fitomedicina.

     

    Productos naturales y longevidad humana (Parte 1)

     

    La expectativa de vida en la población general ha aumentado considerablemente en los últimos 30 años, merced al mejoramiento en la calidad de vida relacionada con el acceso a vacunas, agua potable, métodos diagnósticos más prematuros, desarrollo de nuevas drogas, y el mayor acceso a la información digital de parte de los pacientes lo cual les permite estar informados y atentos a las nuevas tendencias. No obstante, en estos últimos diez años, hay una particular atención de parte de la comunidad científica en los alimentos y plantas medicinales, y sus posibles roles en lograr extender la expectativa de vida. A través de la biotecnología celular, se pudo observar que los fitoquímicos presentes en ellos pueden actuar en lo más profundo de las células, e incluso en el ADN, para así ralentizar el normal envejecimiento. En ello cobran un rol relevante los cromosomas y sus telómeros.

    Como sabemos, nuestras células contienen 46 cromosomas cada uno distribuidos en 23 pares. Los cromosomas están hechos de filamentos de ADN, compuestos de ácidos nucleicos, llamadas “nucleótidos”, que contienen información genética. Estos cromosomas tienen la capacidad de duplicarse durante la división celular. Así, la célula madre da origen a dos células hijas idénticas, que es lo que permite a nuestros tejidos y a nuestros órganos renovarse y, en definitiva, es lo que nos permite vivir y conservar la salud durante mucho tiempo. Para duplicarse, la célula madre debe producir primero una copia de sus 46 cromosomas, y cada vez que los cromosomas se duplican, estas nuevas copias se utilizan para formar una nueva célula.

    En los años 70 se descubrió que las extremidades de los cromosomas están protegidas por una especie de capuchones a los que se llamó “telómeros”, similares a los pequeños envoltorios de plástico que protegen los cordones de los zapatos. Sin ese trozo de plástico, el cordón se deshilacharía rápidamente y se volvería inservible.

    Es así que los telómeros protegen la información genética en el núcleo de sus cromosomas y tienen además la importante función de ayudar a que su ADN se replique con más facilidad, para permitir la división celular y, por lo tanto, el nacimiento de una nueva célula.  La ausencia de telómeros hace que la célula no pueda duplicarse provocando que la célula madre no consiga producir nuevas células hijas.

    Es así como el organismo va envejeciendo. De todo esto se deduce que cuanto más largos son los telómeros, las células están mejor protegidas y más fácilmente pueden reproducirse y regenerar sus órganos. Esta secuencia, en la medida que persista inalterable, nos podría dar una vida infinita. El problema es que, con cada división celular, los telómeros pierden decenas o cientos de ácidos nucleicos, dado que están programados para actuar únicamente en cada división celular. Esto significa que, según pasan los años, los telómeros se van haciendo cada vez más cortos, lo cual repercute en un enlentecimiento paulatino del proceso de división celular, entrando en el periodo denominado “senescencia” (envejecimiento celular).

    Cuando los telómeros se vuelven demasiado cortos, el material genético queda desprotegido y ya no pueden asegurar su rol protector, por lo que la célula deja de dividirse, entra en “senescencia” y finalmente muere, sin haber sido reemplazada. Por otra parte, la falta de protección del material genético favorece la aparición de mutaciones anárquicas en los cromosomas, aumentando así el riesgo de cáncer, enfermedades cardiovasculares y procesos neurodegenerativas. En definitiva: nuestra mayor o menor esperanza de vida está ligada a la longitud de nuestros telómeros.

    Ya ha podido ser demostrado que las personas con telómeros cortos viven menos y tienen mayor incidencia de desarrollar cáncer. Por ejemplo, la incidencia anual de fallecimientos es de 5,1 casos por cada 1.000 entre las personas con telómeros largos, mientras que la cifra asciende vertiginosamente a 22,5 casos por cada 1.000 entre quienes tienen telómeros cortos, lo que significa un riesgo 4, 4 veces más elevado.

    En base a todo ello, la ciencia está procurando hallar sustancias que puedan tener directa injerencia en la preservación de los telómeros. Y precisamente, es la naturaleza la fuente de conocimiento donde abrevan los investigadores, a sabiendas que allí puedan encontrar la tan ansiada “fuente de la juventud”. Un dato muy importante a tener en cuenta es que se ha descubierto que el organismo no siempre está de brazos cruzados viendo como se degradan sus telómeros. En efecto, hoy sabemos que existe una enzima llamada telomerasa que permite a los telómeros preservar su tamaño óptimo. Esta enzima fue descubierta por tres investigadores: Elisabeth Blackburn, Carol Greider y Jack Szostak, quienes recibieron por ello el premio Nobel de Medicina en el año 2009. Desde entonces, se han llevado a cabo grandes hallazgos sobre la función de la telomerasa.  Por ejemplo, organismos animales que viven por arriba de los 200 años presentan una telomerasa “súper activa”, de tal manera que sus telómeros se acortan mínimamente con el paso de los años. Los ejemplos más clásicos son las almejas (500 años), erizo rojo (hasta 200 años), las tortugas gigante de Aldabra (cerca de 500 años) o la ballena boreal (hasta 200 años). En el ser humano, la telomerasa es muy activa desde el periodo embrionario hasta el cierre de las epífisis óseas (etapa final del crecimiento). A partir de allí, su función protectora mengua notablemente.

     

    Continuará en segunda parte.

     

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